Vela de San Vicente en Juchitán

Todo lo que dijeron, todo lo que me pude imaginar, quedó muy lejos de lo que ví.

Un viernes de mayo. Hace aire esa noche en Juchitán. El ambiente fresco y yo ahí, como un extraño en mi propia tierra. Es un decir, claro. Oaxaca es un continente y el Istmo, una nación entera.

Cierro mis ojos y ahí estoy, en la entrada de la Vela de San Vicente, esperando adquirir mi cartón de cerveza para poder cumplir a la capitana.

Tengo, afortunadamente, buenos amigos de anfitriones. Ellos me van orientando en los usos y costumbres que me explican y que fascinan mi mente. Quiero verlo todo, quiero probarlo todo.

Apenas llegando y recibo sonrisas y saludos aún sin nadie conocerme. Una cerveza y botana. Luego otra cerveza y otra más.

La elegancia de la fiesta con esos trajes bordados, la belleza legendaria de sus mujeres, la alegría de todos. Todo lo que me dijeron era cierto… y más.

Ver bailar a los Didjazaa esa noche me llena de alegría y orgullo, bailar con ellos me hace sentir privilegiado de haber nacido en esta tierra que tiene ese nombre que retumba en la mente de cualquiera.
La noche avanza, llega el momento solemne del cambio de estafeta entre los mayordomos entrante y saliente. Se ha cumplido, se ha acompañado en vela a al santo patrono esa noche. Los clarinetes empiezan a cantar los sones de la región. Parece que ríen, parece que lloran, todo al mismo tiempo.
Reí, comí, bebí, bailé. Cierro mis ojos y mi mente vuela a Juchitán. Quiero abrirlos y estar ahí, en la Vela de San Vicente otra vez.

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